Ahora que han triunfado los mercados me acuerdo, tras la lectura de la editorial de esta semana P36, de este texto que escribí y que se publicó en las páginas de opinión de IDEAL.
Ahora más que nunca: ¡Más EUROPA y más democracia!
Europa en el Albayzín
En el Albayzín, contemplando el paisaje nevado de la sierra y admirando la vega, plateada por el bajo sol invernizo, frente a la Alhambra, he saboreado la compañía de Europa, he presentido la civilización y la cortesía, y he constatado que la convivencia es posible fuera, como recordara Caro Baroja, de los discursos políticos vulgares de gentes concejiles.
Protegido por el dios cristiano de la iglesia de San Nicolás y por el dios de los musulmanes de la delicada mezquita que la flanquea, un mosaico humano, en el que seguro había ateos y agnósticos, gozaba de los sentidos en un estado de silenciosa catarsis sesgada por la voz amistosa de unas latinoamericanas que, tras los acordes de una guitarra, cantaban el “Gracias a la vida” de Violeta Parra. Fue al cabo de su silencio cuando la gitana que vendía castañuelas sobre el banco de piedra, acompañada por el soniquete que le regalaban los suyos, se arrancó por unas bulerías que sabían a tomate y sal.
Contra la Constitución Europea se arguyeron dos tipos de razones, unas de carácter nacionalista y otras de carácter izquierdista. Las primeras por los que temían perder sus signos identitarios, o no los encontraban suficientemente reconocidos, y las segundas por los que afirmaban que Europa se está construyendo a favor del mercado -la Europa de los mercaderes- y en contra de su población -la Europa de los ciudadanos-. Entre el NO rotundo de estas posiciones y el SÍ europeísta se encontraban las posiciones euroescépticas del no pero sí o el sí pero no; bien porque un sí demasiado sonoro podría haber sido interpretado como un gran éxito del gobierno Zapatero, bien porque un antieuropeísmo descarado hubiese sido desaprobado por un empresariado claramente beneficiado por el gran mercado de 455 millones de personas; o acaso porque en el preámbulo constitucional no se mencionasen expresamente las raíces cristianas de Europa.
La Unión Europea es un ejemplo de cómo, según dijo el poeta, se hace camino al andar. Así, lo que comenzó en 1951 con los acuerdos sobre el carbón y el acero, y continuó con el Tratado de Roma de 1957 que creó la CEE -el llamado Mercado Común-, devenía, con la dificultad que supone la ordenación de la diversidad y la complejidad de la vieja Europa, en esa constitución fracasada, hasta la creación de instituciones políticas, judiciales, administrativas y económicas de carácter supranacional, reforzando el poder del parlamento europeo, inspiradas en ‘la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa’ y fundamentadas en ‘los valores de respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a las minorías’. La constitución favorecía las fuerzas de cohesión entre los estados y las naciones no por imperativos de carácter militar o económico, si no por fuerzas de cohesión democráticas de carácter representativo y participativo sustentadas sobre el acuerdo entre iguales, sobre los derechos ciudadanos y sobre la solidaridad y la compensación.
El fracaso de la constitución europea, que, no lo olvidemos se debió esencialmente a un conflicto interno dentro del Partido Socialista Frances, dirimido en el referendum celebrado en el país vecino, contribuyó a reforzar la Europa ultraliberal, el boomerang lanzado por la izquierda tradicional llega devuelto sin alternativa posible en un horizonte corto. Tal vez el sedimento en la memoria del electorado galo de esa incoherencia partidista haya contribuido al éxito en las últimas elecciones europeas de la candidatura verde, francesa y europeísta, Europa Ecología.
Una bella princesa fenicia que jugaba en la playa de Sidón fue seducida por un toro blanco y sobrevoló en sus lomos el mar mediterráneo hasta la isla de Creta. El mítico toro albo que fue Zeus hubiese visto como, con el legendario nombre de su amada Europa, nacía una alianza entre estados dispuestos a ‘construir un futuro común’ en un territorio en el cual sus ciudadanos se van a encontrar ‘unidos en la diversidad’; y como, después de siglos de ‘dolorosas experiencias’, Europa ‘se proponía avanzar por la senda de la civilización’. Pero no, lo que tenemos es el descafeinado Tratado de Lisboa.
A mis espaldas, en el granadino Albayzín, el idioma francés era susurrado con el acento meloso de una tarta de chocolate y un sotto voce italiano viajaba, transportado por la tecnología móvil, hasta el mismísimo corazón de Roma. Un día –pensé– deberíamos refrendar una constitución mundial que reconociera la universalidad de los derechos humanos y que dijera en sus primeros artículos que reunida la humanidad ha decidido afirmar que las únicas formas fecundas de progreso y convivencia son las sociedades democráticas caracterizadas por ‘el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres’.