miércoles, 24 de agosto de 2011

Urbanismo delirante

Esto lo escribí en 2006 o 2007, no me acuerdo muy bien. Como llevo un verano recuperándome de la intensidad política verde de los últimos dos años, estoy escribiendo poco. Aprovecho para redifundir posts y traérmelos a mi nuevo blog, que, ya sabéis, tiene una imagen más Equo.

Urbanismo delirante


Hace tiempo que en nuestra democracia la política real dejó de ser el espacio etéreo en el que las ideas sobre la sociedad se confrontan, para convertirse en el lugar donde se protegen los negocios. El progreso humano, hoy que tenemos los mejores medios tecnológicos para usarlos a favor del beneficio común, es entendido como aquello que favorece el consumo de bienes materiales e inmateriales sin límite. Los indicadores económicos que manejan nuestras clases dirigentes aluden en todo caso a la cantidad de riqueza producida, acumulada y consumida, en tanto abandonan las apreciaciones sobre eficiencia y calidad del proceso productivo, e ignoran la degeneración inducida por el modelo de..., ¿Desarrollo?

En este contexto, el derecho a disfrutar de una vivienda digna, recogido en el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en le 47 de la Constitución Española y en el 25 del Estatuto andaluz, se ha convertido en la obligación de padecer la imposibilidad de adquirir una vivienda a un precio que no hipoteque la vida personal y familiar durante decenios. Sobre el bien inmobiliario recaen significados paradójicamente contradictorios. Por un lado es un objeto con pretensiones de durabilidad, de ahí su función como valor de inversión. Por otro, es un bien de primera necesidad que el sector de la construcción ha transformado en un producto industrial consumible. Ambos aspectos favorecen su uso especulativo.

Nuestras ciudades no absorben ni generan población suficiente para justificar la enorme demanda de suelo urbano. Crecen por crecer. Se abandonan los centros históricos y se utiliza el bien inmobiliario como inversión segura de capital. La modificación del uso del suelo genera plusvalías que repercuten en los ingresos municipales, pero que requieren inversiones y estructuras de servicios cada vez más caras. La dependencia financiera de los ayuntamientos del sector de la construcción antepone los intereses sectoriales a los intereses ciudadanos. Los centros históricos o tradicionales, deteriorados por la falta de respeto por el pasado y salpicados de aberraciones constructivas en aras de una postmodernidad de relumbrón, se rehabilitan, en el mejor de los casos, con políticas de recuperación y mantenimiento de fachadas y formas, en tanto sufren una compartimentación interior de las viviendas que, junto con su elevado precio, hacen imposible su ocupación por familias medias. Nuestras ciudades históricas convierten sus cascos antiguos en parques temáticos y frenesíes turísticos. La ciudad pasa de ser un lugar de convivencia y diversidad social a un objeto dedicado exclusivamente a la oferta mercantil. Entre tanto, «el poder político de las ciudades en vez de leyes y normas produce visiones y proyectos estratégicos». Las alucinaciones megalómanas de los alcaldes y alcaldables, actúan como ilusiones ópticas que retroalimentan la destrucción de la vida ciudadana; muy útiles para ganar elecciones y, desde luego, para atrofiar la auténtica actividad política, que debería ser la «pasión vital de la ciudad».

Contra la ciudad oferta turística y comercial, hemos de reivindicar la ciudad como lugar para la convivencia, para el estímulo de relaciones solidarias con nuestros conciudadanos y con otras ciudades; amable con nosotros y con quien nos visita. Contra la ciudad compartimentada funcionalmente, necesitamos una ciudad orgánica y mezclada. Una ciudad que no se venda a los grandes grupos inversores en forma de trozos de pastel territorial, de servicios públicos privatizados, o de negocio particular. Una ciudad cuyas instituciones se preocupen no solo por la economía, sino más por la ecología. Una ciudad blanda y no competidora, que ayude al mantenimiento de la población activa en los pueblos próximos, en los menos próximos y en los lugares lejanos. Una ciudad autocontenida, limitada y no ambiciosa que sepa vivir sin aumentar indefinidamente su Producto Interior Bruto. Una ciudad que no se deje llevar por la tiranía de tráfico. Una ciudad donde la población se mueva en transporte público eficaz, andando o en bicicleta. Una ciudad que promueva la eficiencia y las tecnologías no contaminantes. Una ciudad que autogestione todas sus emisiones y efluentes y ponga límite a sus inmisiones y sus consumos. Una ciudad de ciudadanos que “piense globalmente y actúe localmente”. «Una ciudad de preguntas y no una ciudad de respuestas.»

En definitiva, una ciudad gobernada por quiénes se ocupan de todos y no por quiénes se ocupan de ellos.