En este relato, cualquier parecido de España con el Caine, o de su capitán con Rajoy, o del pueblo con el segundo oficial y la tripulación es pura coincidencia. Lo cuento de memoria recreando la película El motín del Caine, así que “se non è vero” del todo, que no lo es seguro, espero que sea “ben trovato”.
Érase una vez un barco de la marina de guerra USA, que tenía un capitán autoritario, desequilibrado, paranoico-neurótico y miedica en soledad. El capitán Queeg -Humphrey Bogart- solía decir: “En este barco hay cuatro maneras de hacer las cosas: la buena, la mala, la de la marina y la mía,” así que si uno quería saber cómo iban las cosas respondía “pregúntenme a mi, solo yo sé qué pasa en el Caine.“
Una vez exigió fresas para completar la cena en el camarote, tras pedir más el cocinero le dijo que se habían acabado. Elucubró hasta el delirio sobre las raciones repartidas, número de unidades y peso, hizo números y cábalas, y concluyó que la tripulación había tomado más raciones de las que le correspondían. Forzó a sus oficiales en una noche frenética a descubrir quienes habían tomado unas fresas de más. Culpabilizó a todo el mundo y planteó ejemplares castigos a golpe de autoridad. Incluso forzó una reforma interna devastadora, amenazó con la degradación abordo, suspendió las enseñanzas de navegación, acordó unilateralmente el pago por usar el botiquín y los servicios médicos del barco y cambió la ruta para expulsar a un par de marines negros en el puerto amigo más cercano, con la excusa de que “limpiada la escoria, el acero naval es más resistente.”
El episodio de las fresas y la expulsión de los negros no dejó lugar a dudas de lo que Queeg era capaz de hacer, amparado en su interpretación de las ordenanzas de la marina y en su especial sentido del deber y la patria. “Haremos lo que haga falta hacer para que el Caine cumpla con su gran destino en lo universal“, repetía todos los días todo el día en una suerte de devota letanía.
Pero en la condición del océano está ofrecer alguna vez la virulencia de la tormenta. Y eso es lo que ocurrió cuando la autoridad del capitán Queeg se solazaba ante una tripulación sumisa y unos oficiales temerosos.
La ventolina se hizo viento huracanado, la sincronía de las olas se volcó en violentos golpes de mar. El capitán dio ordenas precisas: “mantened el rumbo, gritó, la patria requiere sacrificios.” Acto seguido se recluyó en su camarote y comenzó a sudar, hablar a solas, refunfuñar contra la tripulación y mirarse al espejo donde el tamaño de sus ojos era mayor que el de su rostro desencajado.
Las gigantescas olas no respondían al método previsto en las ordenanzas, daba igual que golpeasen las amuras por babor o estribor, la orden era mantener el rumbo, nadie puede con el Caine, cuando lo gobierna Queeg. El gran tonelaje del acorazado era un juguete en manos del mar. Comenzó a hacer aguas cuando los oficiales insinuaron cortésmente al capitán que manteniendo el rumbo, sin poner proa a las olas, el hundimiento estaba asegurado. Desde el escondrijo de su camarote el capitán montó en cólera ante tamaño cuestionamiento de la autoridad.
El golpe de mar más certero escoró la nave hasta la horizontal, rompió las dudas del segundo de abordo, que estaba siendo susurrado por los suboficiales, y estos a su vez por la tripulación, para que asumiera el mando. Con un resquicio legal de las ordenanzas comunicó al capitán que ya no iba a ser el capitán. Informó a la tripulación y se hizo con el mando. Puso proa a las olas y renqueando logró llegar a un puerto que no figuraba en los mapas. El consejo de guerra estaba servido, ganó el juicio y fue condecorado. Queeg fue retirado del mando.
Un grupo de gaviotas atormentadas sobrevolaron la cabeza del capitán mientras duró su existencia. Cuentan que de vez en cuando refunfuñaba “a la mierda con la patria, miren que hace el pueblo con sus salvadores.”
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