Ellas, sí, ellas. Encarnan el tesoro de la dignidad. Mujeres con alma de alameda. Guerrilleras cuyas armas son sus manos, frágiles como mariposas. Y sus pechos, duros como el metal de los puentes.
Ellas, valientes, no se resignaron a la miseria y el olvido. En la penumbra del pisito ocupado pasaron cuatro días con sus noches. Como semillas de la ilusión, pensaron el jardín de los sueños en la oscuridad de la noche. Y temblaron, temblaron como sólo tiembla el valor del coraje.
La llamada de la libertad fue más fuerte que el miedo, y germinó la esperanza.
Un diez y seis de mayo de dos mil doce espigaron como flores por los balcones de sus casas ocupadas.
De sus tallos de hembras hermosas colgaban chiquillas y chiquillos de ojos redondos como cerezas.
Hombres y ancianos lloraraban ante semejante muestra de insolencia femenina, ¡defended la ciudadela!, les gritaban.
Ellas. Anunciaron la injusticia de las corbatas bancarias y convulsionaron el dulce sueño de políticos taimados. ¡Hágase la luz o reventamos como amapolas!, dijeron a coro.
Ellas, andaluzas de agua, juncos de la mañana y cantaoras de nanas bajo la luz de la luna. Ellas, alegres como la escarcha, abundantes como el olor de los pucheros de barro. Ellas, puñales de cielo, señalaron el lugar de la injusticia.
¡Más vale vivir luchando que morir viviendo!, amenazaron ante el júbilo solidario de la asamblea.
Miro sus caras, leo sus historias, y siento el orgullo de Andalucía por las venas.
Gobiernos, hacedles caso, porque estas mujeres han prendido la mecha de la revelión cívica. No tardaran en formar un legión de jazmines que acabe con el olor a podrido en los bolsillos de los mercaderes.
Hacedles caso porque somos ellas.